Pues
sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé
González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi
nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y
fue desta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una
molienda de una aceña, que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más
de quince años; y, estando mi madre una
noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí: de manera que
con verdad me puedo decir nacido en el río.
Pues, siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi
padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler
venían, por lo que fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en
Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados.
En
este tiempo, se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre
(que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho), con cargo de
acemilero de un caballero que allá fue; y con su señor, como leal criado,
feneció su vida.
Mi
viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los
buenos por ser uno dellos; y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla,
y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos
mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue
frecuentando las caballerizas.
Ella y
un hombre moreno, de aquellos que las bestias curaban, vinieron en
conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana;
otras veces, de día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y
entrábase en casa. Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale
miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas,de que vi que con su venida
mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de
carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos.
De
manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre vino a darme un
negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que,
estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a
mi madre y a mí blancos, y a él no, huía dél con miedo para mi madre, y
señalando con el dedo decía: “¡Madre, coco!”. Respondió él riendo: “¡Hideputa!”
Yo,
aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí
“¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”
Quiso nuestra fortuna que la conversación
del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo; y, hecha pesquisa,
hallóse que la mitad por medio de la cebada que para las bestias le daban
hurtaba; y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los
caballos hacía perdidas, y, cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba,
y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos
maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el
otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre
esclavo el amor le animaba a esto.
Y probósele cuanto digo y aun más, porque a
mí con amenazas me preguntaban, y, como niño respondía y descubría cuanto sabía,
con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero
vendí. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron
pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho
Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la
triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de
malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la
Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico
hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes
por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.
En este tiempo, vino a posar al mesón un
ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre,
y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen hombre, el cual
por ensalzar la fe había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en
Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y
mirase por mí, pues era huérfano. Él le respondió que así lo haría, y que me
recibía no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi
nuevo y viejo amo.
Como
estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la
ganancia a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir,
yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendición y dijo:
-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser
bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto; válete por tí.
Y ansí
me fui para mi amo, que esperándome estaba.
Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada della
un animal de piedra, que casi tiene forma de tor, y el ciego mandóme que
llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:
-Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás
gran ruido dentro de él.
Yo, simplemente, llegué, creyendo ser ansí;
y, como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y
dióme una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró
el dolor de la cornada, y díjome:
-Necio, aprende, que el mozo del ciego un
punto ha de saber más que el diablo.
Y rió mucho la burla.
Parescióme que en aquel instante desperté de
la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije entre mí: “Verdad dice
éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa
valer.”
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos
días me mostró jerigonza, y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho, y dicía:
-Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas
avisos para vivir muchos te mostraré.
Y fue
ansi, que después de Dios, éste me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y
adestró en la carrera de vivir.
Huelgo de contar a Vuestra Merced estas
niñerías para mostrar cuanta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y
dejarse bajar siendo altos, cuánto vicio.
Pues, tornando al bueno de mi ciego y
contando sus cosas, Vuestra Merced sepa que desde que, Dios crió el mundo,
ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila: ciento y tantas
oraciones sabía de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable que hacía resonar
la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen
continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos,
como otros suelen hacer. Allende desto, tenía otras mil formas y maneras para
sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para
mujeres que no parién, para las que estaban de parto; para las que eran
malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las
preñadas: si traía hijo o hija. Pues, en caso de medicina, decía que Galeno no
supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le
decía padecer alguna pasión, que luego no le decía: “Haced esto, haréis
estotro, cosed tal yerba, tomad tal raíz.” Con esto, andábase todo el mundo
tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decían creían. Déstas sacaba él
grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien
ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa Vuestra Merced
que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre
no vi; tanto que me mataba a mí de hambre, y así, no me demediaba de lo
necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera
remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le
contaminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabía lo más y
mejor. Para esto, le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas,
aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y todas las otras cosas en
un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su
candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan gran
vigilancia y tan por contadero, que no bastara todo el mundo hacerle menos una
migaja. Mas yo tomaba aquella lacería que él me daba, la cual en menos de dos
bocados era despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando
que yo estaba entendiendo en otras
cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía
y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas
buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y ansí buscaba conveniente tiempo para
rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.
Todo lo que podía sisar y hurtar, traía en
medias blancas; y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía
de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía
lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano,
ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal
ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y
decía:
-¿Qué diablo es esto, que después que
conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un
maravedí hartas veces me pagaban? ¡En ti debe estar esta desdicha!
También él abreviaba el rezar y la mitad de la
oración no acababa, porque me tenía mandado que, en yéndose el que la mandaba
rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar
voces, diciendo: “¿Mandan rezar tal y tal oración?”, como suelen decir.
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino
cuando comíamos; y yo muy de presto, le asía y daba un par de besos callados y
tornábale a su lugar. Mas turóme poco, que en los tragos conocía la falta, y,
por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo
tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo
con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenía hecha, la cual
metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo dejaba a buenas noches.
Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió; y dende en
adelante, mudó propósito, y asentaba su jarro entre las piernas, y atapábale
con la mano, y ansí bebía seguro.
Yo, como estaba hecho al vino, moría por él;
y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el
suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente, con
una muy delgada tortilla de cera, taparlo; y al tiempo de comer, fingiendo
haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la
pobrecilla lumbre que teníamos; y al calor della luego derretida la cera, por
ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo de
tal manera ponía que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber,
no hallaba nada. Espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no
sabiendo que podía ser.
-No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-,
pues no le quitáis de la mano.
Tantas
vueltas y tiento dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así
lo disimuló como si no lo hubiera sentido. Y luego otro día, teniendo yo
rezumando mi jarro como solía, no pensando en el daño que me estaba aparejado
ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía. Estando recibiendo aquellos
dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por
mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía
tiempo de tomar de mí venganza y con toda su fuerza, alzando con dos manos
aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo,
con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada desto se
guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente
me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima. Fue
tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande,
que los pedazos dél se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas
partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé.
Desde
aquella hora quise mal al mal ciego; y aunque me quería y regalaba y me curaba,
bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que
con los pedazos del jarro me había hecho, y sonriéndose decía:
-¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó
te sana y da salud.
Y otros donaires, que a mi gusto no lo eran.
Ya que
estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos
golpes tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar dél; mas no lo
hice tan presto, por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera
asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que
el mal ciego desde allí adelante me hacía: que sin causa ni razón me hería,
dándome coxcorrones y repelándome. Y si alguno le decía por qué me trataba tan
mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
-¿Pensaréis que este mi mozo es algún
inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.
Santiguándose los que lo oían, decían:
-¡Mirá, quién pensara de un mochacho tan
pequeño tal ruindad!
Y reían mucho el artificio, y decíanle:
-Castigaldo, castigaldo, que de Dios lo
habréis.
Y él
con aquello nunca otra cosa hacía.
Y, en
esto, yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal
y daño, si había piedras, por ellas, si lodo, por lo más alto; que aunque yo no
iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que
ninguno tenía. Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el
colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos; y,
aunque yo juraba no lo hacer con
malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía, mas tal
era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.
Y, porque vea Vuestra Merced a cuánto se
estendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me
acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando
salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser
la gente más rica, aunque no muy limosner, arrimábase a este refrán: “Más da el
duro que el desnudo.” Y venimos a este
camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia,
deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos San Juan.
Acaeció que, llegando a un lugar que llaman
Almorox, al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo dellas
en limosna. Y, como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva
en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano; para
echarlo en el fardel tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer
un banquete, ansí por no lo poder llevar como por contentarme, que aquel día me
había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:
-Agora quiero yo usar contigo de una
liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta
parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con
tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mesmo hasta
que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño.
Hecho ansí el concierto, comenzamos; mas,
luego al segundo lance; el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos
en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que el quebraba la
postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos,
y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el
escobajo en la mano y, meneando la cabeza, dijo:
-Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios
que has tu comido las uvas tres a tres.
-No
comí -dije yo-; mas ¿por qué sospecháis eso?
Respondió el sagacísimo ciego:
-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a
tres? En que comía yo dos a dos y callabas.
Reíme
entre mí, y, aunque mochacho noté mucho la discreta consideración del ciego.
Mas, por no ser prolijo, dejo de contar
muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me
acaecieron, y quiero decir el despidiente y, con él, acabar.
Estábamos en Escalona, villa del duque
della, en un mesón, y dióme un pedazo de longaniza que la asase. Ya que la
longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa
y mandó que fuese por el de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo
delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había
cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para
la olla, debió ser echado allí. Y, como al presente nadie estuviese, sino él y
yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso
olor de la longaniza (del cual solamente sabía que había de gozar) no mirando
qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en
tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy
presto metí el sobredicho nabo en el asador; el cual, mi amo, dándome el dinero
para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de
ser cocido, por sus deméritos, había escapado.
Yo
fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine,
hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al
cual aún no había conocido por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las
rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza,
hallóse en frío con el frío nabo; alteróse y dijo:
-¿Qué es esto, Lazarillo?
-¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí
echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí, y por burlar
haría esto.
-No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador
de la mano; no es posible.
Yo
torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me
aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse
y asióme por la cabeza, y llegóse a
olerme; y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor
satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las
manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz, la
cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había aumentado
un palmo, con el pico de la cual me llegó a la gulilla. Con esto, y con el gran
miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había
hecho asiento en el estómago; y lo más principal, con el destiento de la cumplidísima
nariz, medio cuasi ahogándome. Todas estas cosas se juntaron, y fueron causa
que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De
manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración
sintió mi estómago que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la
negra mal maxcada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh, gran Dios, quien estuviera aquella hora
sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego que,
si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme dentre sus
manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la
cara y rascuñado el pescuezo y la garganta; y esto bien lo merecía, pues por su
maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se
allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro
como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande,
que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con
tanta gracia y donaire contaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan
maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no se las reír.
Y, en cuanto esto pasaba, a la memoria me
vino una cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía, y fue no dejalle
sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello, que la mitad del camino
estaba andado; que, con solo apretar los dientes, se me quedaran en casa, y,
con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo
la longaniza, y, no pareciendo ellas, pudiera negar la demanda. Pluguiera a
Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así.
Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí
estaban, y, con el vino que para beber le había traído, laváronme la cara y la
garganta. Sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
-Por verdad, más vino me gasta este mozo en
lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más
cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te
ha dado la vida.
Y luego contaba cuántas veces me había
descalabrado y arpado la cara, y con vino luego sanaba.
-Yo te digo -dijo- que si un hombre en el
mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú.
Y reían mucho, los que me lavaban con esto,
aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después
acá muchas veces me acuerdo de aquel
hombre, que sin duda debía tener espíritu de profecía;y me pesa de los
sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día
me dijo salirme tan verdadero como adelante Vuestra Merced oirá.
Visto
esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo
dejalle; y, como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer
juego que me hizo afirmélo más. Y fue ansí, que luego otro día salimos por la
villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día
también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo
había, donde no nos mojamos; mas, como la noche se venía y el llover no cesaba,
díjome el ciego:
-Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto
la noche más cierra, más recia, acojámonos a la posada con tiempo.
Para
ir allá, habíamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande. Yo le
dije:
-Tío, el arroyo va muy ancho; mas, si
queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin nos mojar, porque se estrecha
allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto.
Parecióle buen consejo, y dijo:
-Discreto eres; por esto te quiero bien.
Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe
mal el agua, y más llevar los pies mojados.
Yo,
que vi el aparejo a mi deseo, saquéle debajo de los portales, y llevélo derecho
de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre
otros cargaban saledizos de aquellas casas, y díjele:
-Tío, este es el paso más angosto que en el
arroyo hay.
Como llovía recio, y el triste se mojaba, y
con la priesa que llevábamos de salir del agua, que encima de nos caía, y lo
más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme
dél venganza), creyóse de mí y dijo:
-Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo.
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar,
y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y
díjele:
-¡Sús! Saltá todo lo que podáis, porque deis
deste cabo del agua.
Aun apenas lo había acabado de decir,cuando
se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando
un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el
poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para
atrás, medio muerto y hendida la cabeza.
-¿Cómo, y olistes la longaniza y no el
poste? ¡Olé! ¡Olé! -le dije yo.
Y
déjole en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de
la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese, di conmigo en
Torrijos. No supe más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber.
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